El Coordinador de Relaciones Internacionales escribe desde Barcelona, sede de medicusmundi mediterrània, bajo el estado de Alarma decretado por el Gobierno Español, en estado de confinamiento y recuperándose del Covid-19.
Y los reyes de la tierra han cometido actos inmorales con ella
Y los mercaderes de la tierra se han enriquecido con la riqueza de su sensualidad”
Apocalipsis 18:3
Tanto tiempo tras el tiempo que cuando lo tienes no sabes qué hacer con él. Tantos kilómetros corridos, tantos países, tantas conversaciones, que cuando el mundo se para, no sabes cómo empezar a ordenar las ideas. Supongo que muchos sienten lo mismo, un bloqueo que te paraliza durante horas, preguntándonos qué es lo que está pasando, mirando por la ventana, viendo los mismos edificios, las mismas plantas, la misma ropa colgada al otro lado del patio interior.
Leo y releo artículos. Una nueva jerga se va adueñando del espacio mediático, palabras que nos acompañarán durante semanas, meses y quizás años: distopia, orwelliano, confinamiento, alarma, y mucha terminología bélica (guerra, batalla, héroes, vencer…). Los sabelotodo, los tertulianos, los todólogos viven una orgía comunicativa. Si antes podían hablar de cualquier cosa sin estar viviéndolo (la guerra de Siria, el Brexit, la crisis de refugiados, los papeles de Panamá…), ahora que son parte de la noticia, no les da el día para vomitar y opinar sobre lo que se debería hacer, sobre lo que está pasando, sobre lo que está por venir. Siento que es la “Cura del Agua”, el mítico y salvaje método de tortura: ya no podemos tragar más datos, más titulares, más mensajes, más whassaps, más vídeos. Ya nos tienen “empanzonados”.
A mí en cambio, una semana me ha costado escribir este cuaderno desde mi atalaya, un séptimo piso sin ascensor (ahora bien poco importa) en el antiguo barrio del Poble Sec Barcelonés. La fiebre no ha ayudado, el bombardeo de información tampoco. Está siendo muy difícil sacar alguna conclusión en este momento surreal, histórico, dramático y absolutamente fascinante que estamos viviendo. Acostumbrado al movimiento, a ver para opinar, es como si viviera en un mundo teórico, mi peor pesadilla, la dictadura de la pantalla frente a la libertad del oxígeno.
Para los que hemos sido educados en pensar críticamente, esta crisis del coronavirus es el paradigma del cuestionamiento y de la duda. Para los que trabajamos en salud alrededor del planeta, se trata de la esencia de la contradicción: he visto tanta muerte evitable, que ahora que se cierran países, no dejo de sentirme cuestionado como humano y preguntarme, ¿qué ha pasado ahora para que se paralice el mundo?
En la gran de mayoría de países en los que he vivido trabajando en proyectos de salud pública (Angola, El Salvador, Mozambique…) la población muere en gran medida de enfermedades contagiosas: el SIDA, la TB, la malaria, el dengue, el Zika, el Chagas, el cólera y otras enfermedades diarreicas y respiratorias que no han tenido ni tan solo la fortuna de ser bautizadas. Los programas de salud pública se han esforzado durante décadas en controlarlas, evitarlas, minimizarlas, pero siempre han sido las hijas bastardas de la política, aquellas a los que se les reconoce tarde, quedan fuera del testamento, se les da limosna y no se les considera nunca de la familia. Esas enfermedades han campado y campan a sus anchas, cruzando fronteras, todas menos una: la que hasta ahora dividía a los pobres de los ricos.
Esas enfermedades han campado y campan a sus anchas, cruzando fronteras, todas menos una: la que hasta ahora dividía a los pobres de los ricos.
El mundo moderno desarrollado se sentía territorio libre de contagio. Aquí hemos muerto, a millones, de otras cosas. Y lo más extraño, lo hacemos conscientes, no sé si incluso diría con cierta chulería y con todos los datos a nuestra disposición para evitarlo: nos matamos fumando, nos matamos haciendo running en avenidas cargadas de metales pesados, nos matamos comiendo basura, nos matamos drogándonos, nos matamos de mil cánceres provocados por nuestra propia sociedad, fabricando asbesto, etc.
Ahora, en la época del seguimiento a tiempo real de todo, en la época de los “realities”, le hemos puesto el cascabel a un virus. Lo hemos georreferenciado, le hemos dado un nombre, lo hemos caracterizado, lo seguimos por todo el planeta, sabemos hacia dónde se dirige, como se comporta, como mata, a quien mata, nos esforzamos en conseguir una vacuna, estudiamos como vivirá a diferentes temperaturas…El covid-19 se ha convertido en el arquetipo de la muerte, la población occidental ya tiene un enemigo común, se realiza un acto de fe, se cree en su existencia y para poder detenerlo todo está justificado.
Cometimos el más déspota de los errores, denigrar a aquellos que nos dan vida, a aquellas que nos salvan la vida.
Los muertos son reales. Los datos son reales. También es real el esfuerzo sobre humano de los que están intentando y consiguen salvar vidas. Lo cierto es que, hasta hace un par de semanas, bien poca gente se acordaba de ellos si no era para recortarles el salario. Es más, y creo no equivocarme, se les consideraba algo “losers”, funcionarios mal pagados, la antítesis del modelo de lo que debería ser el triunfador, el emprendedor, el ser humano del s. XXI. En eso los convirtió este sistema egoísta e individualizador. Cometimos el más déspota de los errores, denigrar a aquellos que nos dan vida, a aquellas que nos salvan la vida. En la era post-moderna, en la dictadura de la tecnología, eran las máquinas las que nos iban a curar. ¿Quién decía con orgullo, yo quiero ser enfermera? Era preferible ser “gamer”, “influencer”, “youtuber”…
En la última década he tenido la fortuna de conocer a trabajadores y trabajadoras de salud alrededor del planeta. Los he visto cruzar el Amazonas para hacer tests de malaria, en medio de la sabana atendiendo partos en condiciones precarias, y también aquí, en Sabadell (Barcelona) sin dar abasto en pasillos atestados a altas horas de la noche. Los he visto en el desierto saharaui fabricando medicamentos, los he visto en Burkina atendiendo a pacientes en centros de salud que no serían considerados ni un retrete en otros lugares del planeta. Todos y todas tenían un brillo en su mirada, un orgullo que no da el dinero, ni el estatus, ni el pasaporte, ni el apellido. Es el orgullo de saber hacer algo que salva vidas.
Esos y esas trabajadores y trabajadoras tienen un enemigo común. No es el coronavirus, ni otros virus que vendrán. El enemigo que tienen es nuestro olvido, nuestra amnesia. Ahora que los presidentes y políticuchos de turno les llaman héroes, los mismos que han recortado la inversión en sanidad aquí y en todo el mundo, los mismos que fomentan los servicios privados solo al alcance de los ricos, no podemos permitir que en dos meses caigan de nuevo en el olvido.
Llegará el momento de tomar decisiones, de votar, de ir a manifestaciones, de tener que elegir si pagar una mutua o no. Llegará el momento de escuchar de nuevo en los medios que la sanidad pública no es sostenible, y lo peor, de escucharlo en la sobremesa familiar o en la barra de cualquier bar. Llegará el momento en el que nos demos cuenta que quizás hay que hacer caceroladas, vítores, palmas en los balcones para agradecer a aquella enfermera (llamémosle Soraya, pues existe y sigue al pie del cañón) que trabaja en la frontera entre Mozambique y Tanzania para dar salud a su pueblo. Pues su pueblo, somos todos y todas, igual que el nuestro es el suyo, y al fin y al cabo está luchando por nosotros, igual que nuestros sanitarios hoy en día luchan por contener este virus, y con su lucha salvarán a cientos de miles de personas en todo el planeta.
Llegará el momento en el que nos despojemos de una vez por todas de nuestras fronteras mentales y nuestro etnocentrismo y por fin entendamos que eso es lo que es ser humano, luchar por estar sanos, por vivir en un mundo sano. Y llegará el momento, y espero que no sea muy tarde, en que por fin, pongamos límites a los vampiros que meten sus sucias manos en nuestros sistemas de salud y construyamos unas leyes planetarias que blinden este regalo que tenemos como humanos, el don de curarnos unos a otros sin pedir dinero a cambio. Sí, eso es lo más divino que tenemos, y sin duda lo más diabólico, ponerle precio a la vida.
Iván Zahínos
Coordinador de Relaciones Internacionales
medicusmundi mediterrània
Tanto Toine como yo compartimos tu pensar, y sentir … y esperamos dejar una semilla plantada que ayude a acercarnos a esa realidad soñada.
Abrazo
¡uf! Ivan. Me faltan las palabras y me llena de satisfacción pertenecer a una ONGD, como otras muchas que gritamos a favor de la sanidad publica. Amunt.
Me parece una reflexión preciosa y muy necesaria. Gracias Iván. Gracias a todos los que hacéis que entremos más allá de la locura superficial que nos envuelve.
Gracias Iván! Solo eso: Gracias!