El coordinador de relaciones internacionales de medicusmundi Mediterrània escribe desde Nowhere y encuentra almas gemelas para compartir en tiempos de lejanía y similitudes
si me ves retroceder, espera,
que estoy cogiendo carrera.
Desafiar la perspectiva del fracaso
a la que estamos condenados.”
Pedrá – Extremoduro
Una de mis fantasías recurrentes es que camino por una ciudad imaginaria en la que soy yo quién decide los barrios, los monumentos, las calles, los idiomas, el clima, los amigos que quiero visitar… Esa ciudad imaginaria es la suma de mil rincones de otras ciudades reales. En realidad no creo nada, tan sólo construyo un caleidoscopio con los recuerdos y vivencias de lugares como Sarajevo, Barcelona, Maputo, Quito, La Paz, San Salvador, Lima, Luanda, Cape Town…Camino por Ferhadjia en Sarajevo. Giro a la derecha y estoy frente a un inmenso parque bañado por el Madre de Dios de la amazonia Boliviana. Me adentro en su verdor y salgo a la Plaza de la Independencia de Quito. Cuando atravieso la inmensa Plaza vislumbro la esquina entre la 24 de Julho y la Julius Nyerere en Maputo y su remolino de aire constante, los vendedores de cajú. Después tomo un teleférico Paceño para subir más alto…es un viaje infinito, en mi ciudad imaginaria todo es amable, llena de gente conocida a los que puedo ver con tan solo desearlo.
Dicen los psicólogos que el confinamiento agudiza los miedos y puede sacar lo peor de nosotros. Yo me refugio en mi ciudad imaginaria cuando se estrechan las paredes, falta el oxígeno y sobran las pantallas. A medida que pasan los días, esa fantasía se va agudizando. Voy perfeccionando mi ciudad imaginaría: le sumo olores, brillos, sabores, niveles de oxígeno… Puedo estar horas en ese viaje buscando en mi agenda neuronal las voces de las personas que viven en esos rincones, y que como yo en estos momentos, están encerrados en sus casas, preguntándose un sinfín de cuestiones. Y a ratos siento que este confinamiento de casi la mitad de la población del planeta hace que mi ciudad imaginaria sea más real. Creo que otras personas, aquellas a las que quiero, están también en sus viajes mentales, también soñando que con un solo chasquido pueden verse a sí mismas en cualquier lugar del planeta…Siento que estoy más cerca de todos vosotros, ahora que a todos nos ha tocado vivir una misma realidad. Cierro los ojos…y veo a Jasmina
“Un día precioso”
Jasmina Mujezinović
Y veo a Jasmina saliendo al balcón a fumarse un cigarrillo. El cielo es azul intenso, un precioso día de primavera. Se apoya en la baranda y frente a su edificio todavía puede ver los restos de metralla en las fachadas vecinas. Sarajevo tiene un trauma, más de 4 años de cerco. Esos son miles de días encerrados en casa, piensa Jasmina. La situación actual le hace recordar esos días trágicos. Mira a su alrededor: la ciudad en el valle, rodeada de una cadena de salvajes montañas a tan solo unos pocos centenares de metros. La naturaleza, piensa, nos está dando una señal, nos advierte y quizás nos amenaza. Siente que durante mucho tiempo nos olvidamos de ella y ahora lanza un toque de atención. Silencio, la ciudad respira silencio. Restaurantes, bares, tiendas, escuelas…todo cerrado. Por la noche toque de queda. Más paralelismos con la guerra. Y el futuro, sin perspectiva, sin ingresos.
Encerrados en sus casas, piensa en las mujeres para las que trabaja, por las que trabaja. Algunas estarán enclaustradas con sus agresores, otras en la casa segura. Jasmina se mueve lentamente por el balcón mientras piensa que vienen tiempos difíciles, pero como siempre, sabe que la gente de Sarajevo se levantará…granadas, bombas, crímenes no lograron impedirlo, un virus tampoco lo hará. Se reconforta meciéndose en su fantasía, tan sencilla como entrañable: de nuevo tomaremos un café juntos, reiremos juntos y crearemos una vida mejor. Piensa en nosotros, en nuestros hijos y en todas las personas necesitadas que al fin y al cabo, importan más que nosotros mismos.
Cuando salgo de Grvabica en Sarajevo tomo el Puente de Suada y Olga. Respiro un olor profundo a bosque húmedo y un aire tropical me acerca suspiros resignados. Suspira un país, Ecuador, que ya se asomaba a una crisis profunda en estos tiempos, después de diez años de crecimiento y distribución.
“Con mamá! Su amor y sus palabras son compañía en todo momento. Ahora juntas en cuarentena”
Catalina Arrobo Andrade
Allá sale Catalina con su mamá a tomar un café al porche de su casa en la bella Loja, Ecuador. Siente que la paz de ese entorno rural es la antítesis del bombardeo de noticias catastróficas. Mira al frente, las inmensas praderas, las casas de su entorno que tanto le dicen cómo vive la gente. La vida nos dio la vuelta, piensa, es el propio planeta el que nos ha impuesto esta pausa, indefinida, incierta, extraña. Los muertos que anuncian los periódicos le erizan la piel, no hay fronteras, edades, etnias, clases sociales…aunque en Ecuador, como en toda América Latina, la desigualdad se llevará primero a los más pobres, a los que no podrán aguantar una cuarentena que, simplemente, les dejará sin comida en la mesa. Este Estado a medio cocinar deja en la cuneta a mucha gente. Hace apenas unas semanas se continuaban tomando medidas para deshacerse de los trabajadores públicos, muchos de ellos de salud, que se habían incorporado al Estado en los últimos años.
Los consejos y tratos con el FMI y el BM llegaron en el peor de los momentos, y en Ecuador había oídos ávidos de escucharlos tras años de espaldarazos a las estructuras financieras que han afianzado la globalización neoliberal. Las ciudades han respondido, piensa Cata, en la medida de lo posible. Hace siglos que las ciudades no luchan entre sí. Los estados no han parado de hacerlo. Lo humano está en las ciudades, en mis vecinas. Platica y platica con su mamá, sueñan que este sea el fin de un mundo y que el que venga sea menos ostentoso, más sencillo, consciente. Recuerdan otras crisis que asolaron su país, el “Feriado Bancario” y la migración masiva de cientos de miles de ecuatorianos. Aquello parecía el fin del mundo, pero igual, fue el final de un mundo, el principio de otro.
Salgo por el patio trasero de la casa de campo de Loja, y camino por la avenida Beni Mamoré de Riberalta. Todavía alcanzo a encontrar fragmentos de la estatua de Hugo Chávez esparcidos por doquier. El pasado 20 de octubre algunos moradores la echaron abajo, al mismo tiempo que se vinieron abajo 13 años de gobierno de Evo Morales. Más de una década del progreso social más significativo en uno de los hijos pobres de América Latina, Bolivia, desaparecieron en tan solo unas horas.
“En nuestra casa, cuidándonos para cuidar a otros”
Maria Angélica Toro y su hija Ámbar Graffe
En un calor asfixiante María Angélica y su hija Ámbar se refugian en su casa. Pese a ser venezolana, María Angélica se siente 100% riberalteña. Ha pateado cada barrio de la ciudad amazónica. Recuerda las encuestas que hicieron, casa por casa, para saber cómo vivía la gente, cómo eran sus residencias, cuántas embarazadas, cuántos ancianos, y cómo eso marcaba la salud de su pueblo. ¡Qué útil sería esa información si el gobierno quisiera paliar el daño en los más pobres! María Angélica tiene Riberalta mapeada en su cabeza. No para de hacer números mentales y estima que más del 70% de la población vive del trabajo informal. Lo que gana ese día, es lo que come ese día: mototaxis, manufactureras de nuez de Brasil, trabajadoras del hogar… El pueblo está pasando hambre y ya empiezan, tras 10 días de medidas, a surgir protestas callejeras…y nos quedan 15 días más como mínimo. Lee las noticias de Europa. En Bolivia el confinamiento es todavía más estricto. Según tu número de documento de identidad, te toca salir tan sólo 1 día por semana para hacer compras. Penas de cárcel de 8 años por romper el confinamiento. Se debate entre la falta de libertad y la consciencia absoluta de conocer un sistema de salud débil que no podría aguantar una avalancha de casos. Siente miedo.
La falta de humanidad se evidencia en casos reales: muertos que no pueden ser incinerados por falta de dinero de sus familiares, cadáveres a los que se no se consigue dar paz…. Lee la prensa, ve la TV en compañía de su hija y su madre. Conviven tres generaciones que en estos tiempos de encierro hablan de sus vidas, de su pasado, de sus temores e ilusiones. Sabe que este es un regalo que nunca va a olvidar. Mira a su hija jugando a muñecas y diciéndole a esos pedazos de plástico inanimado que deben lavarse las manos antes de jugar a las cocinitas. María Angélica, que conoce como enfermedades parasitarias matan a miles de niños y niñas en su región, sueña que esta crisis pueda cambiar hábitos que salven vidas.
Un último paseo. Piso calles de tierra roja amazónica y continúo hacía las afueras de mi Babel, hacía las playas de Xai-Xai en Mozambique. A vista de pájaro tan solo veo el cálido caos de una ciudad de provincia Africana. Cuando entro a la casa, encuentro a Violeta y su familia, y a un invitado que llegó para quedarse, el miedo.
“Cuando la casa se vuelve tu universo porque la calle se vuelve peligrosa”
Violeta Bila
Violeta sabe que se ha criado en un país que apenas tiene 45 años. El estado hoy en día es un espejismo de lo que intentó ser. Sólo han quedados los símbolos, banderas, himnos, discursos que hablan del pueblo y una economía salvaje que olvida a la mayoría. Su mente crítica no para de cuestionarse todo lo que viene de la mano de este virus. Es africana, y sabe cómo la enfermedad mata de forma desigual y como de la mano de la enfermedad viene también el negocio y la exclusión sanitaria. Lee noticias de clínicas privadas de Maputo que anuncian internamientos para tratar el virus por un valor de 2.500 Euros. En un país en el que la mayoría de la población vive con menos de 1 dólar al día, sólo las élites podrán sobrevivir. No entiende como en Mozambique se pretenden tomar las mismas medidas que en algunos países Europeos. El virus es el mismo, las realidades no lo son. Camina en su comedor arriba y abajo mientras observa a su hijo y se pregunta cada vez que escucha el “fiquem em casa”, ¿a qué casa se refieren? Miles de personas viven en la calle, y en otros casos, sus casas no son más que un techo de chapa bajo el que conviven familias de siete u ocho miembros, cientos de miles de personas que trabajan en la calle y que lo que hoy ganan, es su pan.
Siente miedo de que lleguen despidos, altercados, caos social, en definitiva más muertes. Los últimos días yendo al trabajo escuchó en las calles que la enfermedad la envía el diablo, o quizás Dios. Se oyen remedios milagrosos para curarse del nuevo virus: mezclar agua con cabellos que han sido conservados entre páginas de la Biblia. La desesperación no tiene límites. Tiene un sueño recurrente: ahora que no pueden ir a países extranjeros, fantasea con que las clases pudientes de Mozambique usen el sistema de salud público para que de una vez por todas sientan lo que es ser del pueblo. Y, ¿por qué no soñar que sea así en el futuro?, ese sería el mejor indicador de qué realmente hemos construido un sistema para todas y todos.
Camino por la playa de Xai-Xai y veo al fondo la Barceloneta. Unos metros más y estoy en casa. Me llegan sonidos de cacerolas, gritos, silbidos, aplausos. Se me humedecen los ojos. Me sumo a la ovación. Que jamás se acabe este reconocimiento a los que nos cuidan. Abro los ojos.
Este cuaderno ha sido posible gracias a las reflexiones de Jasmina Mujezinović (Sarajevo, Bosnia y Hercegovina), Catalina Arrobo (Loja, Ecuador), María Angélica Rojas (Riberalta, Bolivia) y Violeta Bila (Xai-Xai, Mozambique). Hvala, Gracias, Obrigado amigas y sigan luchando por un mundo mejor allá donde estén. Espero poder compartir cara a cara con vosotras pronto.
Iván Zahínos
Coordinador de Relaciones Internacionales
medicusmundi mediterrània