En el momento que os escribo, confinado en casa con mi familia, intentando mantener rutinas y cordura, me doy cuenta de que la locura y el drama que vivimos con la COVID-19 no está a un solo toque de la pantalla, como hace algunas semanas. No, no se trata de una realidad virtual de la cual nos podemos esconder, por mucho que en esta fase todavía nos empeñemos en negar esta misma realidad. Estamos casi todos en un mismo barco, sin saber hacia dónde vamos, exactamente.
Esta imagen, casi un cliché, de un Titanic gigante en el que viajamos juntos, tiene, sin embargo, la “virtud” de recordarnos que viajamos en clases separadas, a mundos de distancia entre los más ricos y los más pobres.
En este mundo, en esta cubierta del barco, desde donde os escribo, inundado diariamente por cifras angustiantes que no paran de crecer de manera exponencial, muchos de nosotros tenemos el “lujo” de poder tener casa y condiciones para mantener una vida normal, para trabajar, para cuidarnos a nosotros mismos y a la gente de nuestro entorno. Pero, en una casa, en una calle, o en un barrio más abajo o más arriba, esas condiciones difieren y la incertidumbre es una constante. Hay familias enteras que, de la noche a la mañana, se han quedado sin trabajo, o que, aunque lo mantengan, han dejado de tener a quienes pueden cuidar de sus hijos. O viven con angustia e inseguridad la situación de sus familiares más frágiles, los ancianos, las personas con discapacidad, las personas que necesitan cuidados especiales, las personas dependientes en general, sin saber hasta cuándo resistirán.
Ahora bien, si hay algo que nos une, a pesar de que no todos lo manifestamos cuando nos convocan a depositar nuestro voto, es la confianza en nuestra sanidad pública y en nuestros profesionales sanitarios. Es, en el caso de España y sus Comunidades Autónomas, la confianza en el Sistema Nacional de Salud, con una cobertura universal, gratuita en el punto de acceso y de calidad. Confianza en saber que éste ha sido creado para dar respuesta a las previsiones en materia de salud pública inscritas en la Constitución, donde se establece el derecho de todos los ciudadanos a la protección de la salud.
En este país, con uno de los sistemas de salud más avanzados y los profesionales más capacitados del mundo, ante el drama diario de las cifras (personas concretas con rostro y nombre) que entran en nuestras casas todos los días a través de pantallas, nos ponemos a pensar en cómo sería si hubiera continuado más tiempo la sangría de recursos públicos llevada a cabo por gobiernos al servicio de la ideología neoliberal y de los intereses de las grandes corporaciones privadas. Nos ponemos a pensar que tan o más determinante que la calidad del sistema sanitario, es la calidad del propio sistema de gobernanza, la calidad democrática, la capacidad de nuestros decisores y legisladores. En resumen, su capacidad de gestionar el bien común.
Después de ver y volver a ver en los últimos años el espectáculo desgastante de la política española, tal vez sea esta última el eslabón más frágil y el que más dificulta ahora una respuesta y una gestión más eficaces de la crisis provocada por la pandemia, ya que algunos “responsables” políticos no han hecho otra cosa en los últimos años que no fuera dividirnos y potenciar los conflictos, ayudar a desmantelar la cohesión social y agravar las desigualdades económicas. En tiempos de crisis económica hemos tenido políticos indiferentes ante el sufrimiento ajeno recortándonos derechos adquiridos,. aplicando fielmente recetas impuestas, intentando destruir servicios públicos básicos, incluyendo el de sanidad, y dejándonos en manos de la especulación financiera. Hoy mismo, algunos de ellos todavía alzan sus banderas – tienen tantas, que serán una solución cuando les falte el papel higiénico – del miedo al fortalecimiento de lo público-estatal. Pero no nos dejemos engañar. El miedo al fortalecimiento – inevitable sin ser la solución per se – de lo público-estatal no es precisamente su mayor miedo. Les encanta lo estatal para lo que les conviene. No sobreviven sin él, literalmente. Les encanta un Estado fuerte, para lo que les interesa, para permitir privilegios y monopolios de los de siempre, para controlar y ciber-controlar a los ciudadanos, para vulnerar nuestros derechos (contra los abusos policiales de estos días no alzan banderas), para mantenernos quietos, entretenidos, pasivos y a su merced en cuanto trabajadores desechables.
¿Y si?
¿Y si durante o después de esta crisis nos fortalecemos en cuanto sociedad?
¿Y si no permitimos más abusos de políticos buitres y títeres del capitalismo global y financiero, sea cual sea su bandera?
¿Y si nos volvemos más exigentes y dejamos de votar en aquellos que nos roban y desmantelan el sistema público de salud y que se ríen de éste y de todos nosotros cuando lo defendemos en las calles, mientras no les toque ningún virus?
¿Y si nuestras economías se vuelven más sociales y sostenibles, aunque con menos crecimiento?
¿Y si después de esto nos hacemos más resilientes y autoorganizados como sociedad para enfrentarnos también al cambio climático y a la crisis migratoria que nos afectan (y que afectarán) a todos?
¿Y si nos hacemos más solidarios con los más pobres, sean los del Sur Global, sean los de aquí a nuestro lado?
¿Y si, siendo aún más utópico, en algún momento nos damos cuenta realmente de que este racismo y xenofobia crecientes son una negación de nosotros mismos en cuanto seres humanos y que no somos tan distintos de aquellos que viven al otro lado de la frontera, de aquellos que buscan refugio, de aquellos que no dejamos (hemos dejado) entrar en nuestro barco?
¿Y si nos volvemos nosotros el otro, los otros?
Después de esta crisis, cuando el barco pueda atracar en algún puerto, no sabemos con cuántos pasajeros menos, nada será como antes. Habrá muchos estudios sobre lo que ocurrió, cómo ocurrió, cómo se podría haber hecho mejor, cómo lo hicieron unos y otros, con qué resultados y por qué. Habrá pánico, dudas y miedo. Habrá daños incalculables, económicos, sociales, psicológicos y familiares. Se necesitarán cuidados postraumáticos individuales, familiares y comunitarios. Sin embargo, de lo que no cabe duda es que habrá también por allí algunos Joseph Bruce Ismay (presidente de la compañía propietaria del Titanic) que temerán ser igualmente rechazados por una sociedad más unida y consciente. Desde lo alto de sus palacios higienizados, intentarán – en primer lugar, vendernos una vacuna – comprar su inocencia o blanquear su consciencia con donaciones filantrópicas o con una repentina empatía hacia los servicios públicos de salud y, quién lo iba a imaginar, hacia todos aquellos que más sufren con las desigualdades. Pero, esta vez, estaremos aún más atentos y vigilantes con quien les permite jugar con la salud, como si se tratara de una mercancía (privatización de servicios, patentes, etc.); quien les permite blanquear nuestro dinero (de los impuestos que no pagan) a través de paraísos fiscales, reduciéndonos la capacidad de ofrecer servicios públicos de calidad; y, finalmente, quien les facilita y les permite abusar de leyes del trabajo para mantenernos en la precariedad y la dependencia de salarios o prestaciones diminutas, incluyendo las remuneraciones y condiciones de nuestros profesionales sanitarios que ahora nos acordamos de aplaudir, merecidamente.
Gracias a todos y todas las que nos cuidan, protegen y alimentan. Cuidemos mejor a todas esas personas “invisibles” e “invisibilizadas” que nos cuidan, hoy y mañana. Cuidemos también a nuestros niños y niñas (que no sabemos cómo saldrán de todo esto), dándoles amor, esperanza y perseverancia para luchar en el futuro por todos nosotros, siguiendo el mejor ejemplo que les podamos dar ahora. ¡Cuidemos el bien común, siempre!
Vasco Coelho
Técnico de Proyectos
medicusmundi mediterrània