La mayoría de los que los apoyaron desde el principio, allá por 2000, como estrategia para el desarrollo y la mejora de las condiciones sociales y económicas de los más pobres, los sigue defendiendo. Por otro lado, numerosos críticos y escépticos con la iniciativa también llevan años haciéndose oir. Ahora que ya nos acercamos al año 2015, el punto y seguido de esta estrategia, las voces a favor o en contra basan sus opiniones en hechos contrastables. Lo primero, probablemente, es preguntarse si han servido de algo. Lo siguiente que toca es aprender de la experiencia, de los errores y de los aciertos.
¿Cuáles han sido las críticas más frecuentes a los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM)? Se ha dicho de todo. Amir Attaran fue uno de los que abrió la veda, allá por 2005, para dejar caer que detrás de una fachada de objetivos comunes y unión internacional lo que había eran metas imprecisas, imposibles de medir e ineficaces para el desarrollo. Ya en 2005, cinco años después de la puesta en marcha de los ODM, la Organización Mundial de la Salud decía ser incapaz de afirmar si la mortalidad e incidencia de la malaria estaba reduciéndose o no. Tampoco había, por esas fechas, ningún país que midiese la incidencia de tuberculosis. Jeffrey Sachs, director del proyecto en sus primeros años, no dudó en responderle: ¿Vamos a dejar de establecer objetivos para la lucha contra la mortalidad materno-infantil o la malaria tan sólo por no poder medirlos con precisión? Según él, los ODM no debían servir solamente para poner metas y medir indicadores, sino también para llamar la atención del mundo sobre importantes problemas, poner un compromiso global sobre la mesa y sentar las bases para empezar a reducir la pobreza.
Éstas no han sido las únicas críticas; ni mucho menos. Muchos criticaban también la falta de ambición de estos objetivos: ¿Por qué limitarse a reducir parcialmente algunos problemas como el hambre o la mortalidad infantil? ¿Por qué no exigir y perseguir el cumplimiento de los derechos humanos? ¿Qué hay de la creación de empleo o de la protección social de los más desfavorecidos? ¿Qué hay de hacer más justas las reglas del comercio? ¿Y de reducir las desigualdades debidas al género, la clase social, la nacionalidad o la etnia? ¿Y de que estos cambios sean sostenibles? Respecto a los indicadores relacionados con la salud, ¿se ha comenzado por el tejado? ¿Y si en vez de proponer metas concretas en salud demasiado parciales nos centramos en ayudar a fortalecer las políticas públicas y sistemas públicos de salud, de una manera horizontal? ¿Y si antes de exigir a países sin los instrumentos ni la capacidad de medir con validez indicadores complejos ayudamos a poner las bases para que existan sistemas de información sanitaria funcionales y creíbles?
Otros no se limitan a discutir el alcance real de los Objetivos, sino que afirman que no pueden ser tomados en serio. Samir Amin sostiene que los verdaderos objetivos de los promotores de los ODM son las privatizaciones, la desregulación del comercio o el libre movimiento de capitales; los ODM no serían más que un intento de demostrar preocupación por el desarrollo y la pobreza y además serían inalcanzables en un sistema de globalización neoliberal que no se cuestiona.
Hasta las principales luces de los Objetivos de Desarrollo del Milenio tienen, por desgracia, sus propias sombras. Su intención de lograr un compromiso global en la lucha contra la pobreza suena muy bien, pero pierde fuelle cuando no existe un compromiso cuantificable en cuanto a ayuda internacional, relaciones comerciales, condonación de deuda o transferencia de tecnologías. Por otro lado, resulta muy difícil lograr una unión entre todos los actores del desarrollo cuando en la formulación de los objetivos apenas participaron los países más pobres, los grupos más vulnerables o la sociedad civil en general.
Si en algo parecía haber consenso era en que los Objetivos de Desarrollo del Milenio han servido para que los países aumenten la ayuda internacional y para que mejoren sus políticas de desarrollo. Sin embargo, hace escasos días, un técnico de estadística del Fondo de Población de Naciones Unidas ha publicado un informe (que Naciones Unidas no ha querido hacer suyo) donde muestra resultados algo decepcionantes. Según su estudio, la mitad de los indicadores no han acelerado ni decelerado de 1992 a 2008, un tercio había comenzado a acelerar antes del comienzo del proyecto (por lo que no se pueden atribuir a éste). No saquemos conclusiones precipitadas. Es solamente un estudio que habla de los Objetivos en general, sin analizar regiones concretas (por ejemplo los países más pobres, o África subsahariana), pero sí hace patente la necesidad de analizar seriamente de qué ha servido todo esto, sin contentarnos con eslóganes facilones.
Se corre un riesgo enorme. Es posible que de aquí a dos años muchos concluyan que la ayuda y la cooperación internacional no sirven de nada; que si con una enorme iniciativa de 15 años y 189 países no consiguen reducir la pobreza nada lo hará. También es posible que otros, por haber puesto muchas energías en el proyecto, se empeñen en defender que sí han servido, de alguna forma, y que es el modelo a replicar. Probablemente haya que analizar no sólo los logros y fracasos de los Objetivos de Desarrollo del Milenio tal como están formulados, sino, también y principalmente, si las premisas de las que parten son las adecuadas para procurar una vida digna y en libertad a todas las personas. Esto no podrá hacerse sin la participación de los más afectados, los pobres del planeta, en la formulación de los objetivos y estrategias.