En el día mundial de la salud, 7 de abril, de 2015, no nos queda más remedio que lamentarnos, otra vez, del estado de la salud en el mundo. Es cierto que ha habido avances. Pero no se van a cumplir los Objetivos, llamados “del Milenio” (ODM), que la comunidad internacional se había marcado para final de este año. Por lo tanto, no cabe hablar de éxito, sino de fracaso. Y eso que los ODM eran tan poco ambiciosos que merecieron el rechazo de los sectores más críticos de la sociedad civil. En cuestión de salud se limitaban al control de epidemias (en especial el sida y la malaria), la reducción de la mortalidad materna e infantil y la mejora de la salud reproductiva, pero excluían cuestiones tan básicas como la medicina de familia y la atención hospitalaria.
En todo caso, los ODM de salud no se van a cumplir por una combinación de factores: la financiación ha sido insuficiente, lo que delata una falta de compromiso real; la priorización ha dejado que desear: África continuará siendo la región con mayores problemas de salud; se ha privilegiado la utilización de estrategias verticales (programas dedicados a enfermedades concretas o a intervenciones puntuales) para alcanzar los objetivos, sin tener en cuenta la sostenibilidad de las acciones ni el refuerzo de los sistemas de salud, cuando la propia debilidad estructural de muchos países ha supuesto un cuello de botella que les ha impedido alcanzar las metas; los ODM revelan una visión estrecha de la salud, que olvida que la salud es multidisciplinar, que tiene que estar presente en todas las políticas (porque depende de los determinantes sociales más que de las características y opciones individuales), y olvida también que la mejor estrategia para alcanzar la “salud para todos” es la Atención Primaria de Salud integral. No es casualidad que el objetivo de salud que va a quedar más atrasado sea el de disminuir la mortalidad materna, ya que no depende de acciones puntuales, sino del buen funcionamiento del sistema de salud en su conjunto.
Recordemos que la salud es, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), mucho más que la ausencia de enfermedad: es “un estado de completo bienestar físico, mental y social”. Y que la salud es un derecho humano fundamental reconocido por las NNUU y por la mayoría de países del mundo. Las soluciones para alcanzar un elevado nivel de salud para toda la población son conocidas y los ejemplos a seguir (y a evitar) están ahí. Pero como pasan por un cierto grado de justicia social (imprescindible para garantizar la equidad), la garantía efectiva de los derechos humanos, la concepción de la salud como fenómeno social, la participación de la sociedad en las decisiones o el acceso universal a un sistema público basado en la atención primaria y gratuito en el punto de acceso, resultan simplemente inaceptables para una ideología hegemónica sustentada en el individualismo y en el lucro como fin supremo.
No nos engañemos, si no se reconocen los factores sociales, políticos y económicos que determinan la salud es porque habría que poner coto al crecimiento obsceno de la desigualdad que beneficia a unos pocos en perjuicio de una inmensa mayoría. Y si no se dedica dinero a reforzar los sistemas públicos de salud en los países en vías de desarrollo es por el mismo motivo por el que los están desmantelando en algunos países desarrollados: porque, aunque los sistemas públicos de cobertura universal basados en la atención primaria son los que ofrecen los mejores resultados, y los más baratos para los ciudadanos, no generan beneficios para empresas, bancos y aseguradoras. El beneficio privado pasa, pues, por delante de la salud pública. La mayor amenaza hoy en día para la salud no son los microbios, sino la avaricia. Cualquier estrategia de futuro que no tenga en cuenta que la salud es un derecho humano, no una mercancía, está destinada a fracasar.
Fotografía: Iolanda Fresnillo (Flickr)