Por las tardes cuando regreso del trabajo, me siento en los bancos del patio de Protocolo, se llama así al lugar donde se encuentran las viviendas de las personas extranjeras que trabajan en los campamentos.
Es el momento que más me gusta del día, cae la tarde ya, pero aún se busca el lado de la sombra, el silencio se puede escuchar y, si el viento es benévolo y no sopla el siroco, todo el conjunto pudiera decirse que predispone a la calma.
A esas horas Mohamed el Shivani, está regando los arbolitos y los minihuertos que un cooperante que sabe de esto ha intentado reproducir en los huecos de los árboles que no llegaron a crecer, y donde se pueden ver ya matas pequeñas con tomates, acelgas, cebollas, zanahorias, etc.
Sentado en un banco, el Shivani mira lo único verde que existe en muchos metros a la redonda y siempre dice “¡qué bonito!”, con ese acento que no puedo transcribir pero que suena especial, porque habla castellano con dificultad, pero eso si cabe, aumenta su encanto, y con esa forma tan suya, te explica cosas.
Ayer, como otras tardes, me senté con él y después de los consabidos saludos, más largos cuanta más es la cercanía, y después de saber que su familia y la mía están bien, que también el trabajo nos iba bien gracias a Alá y gracias a Dios, para no ofender ni a uno ni al otro, le pregunté de qué ciudad del Sahara Occidental era. Me dijo que de Smara y al preguntarle cuantos años tenía cuando tuvo que huir de allí por la invasión marroquí y mauritana, me contestó que unos 30, aunque esto de la edad aquí siempre es orientativo.
Y le seguí preguntando cómo salieron, con quién vino, como fue el camino…
A medida que me respondía se le cambiaba la cara, porque los sentimientos cuando se expresan con palabras en un idioma que no es el tuyo cuestan mucho más. Me contó que salió de Smara con su mamá y su hermana, que no recuerda bien los días que estuvieron andando, entre 7-8, hasta que llegaron a Rabouni (donde estamos ahora).
Se emociona cuando vuelve la vista atrás y dice que fue muy duro, que sólo el recuerdo duele, que sus ojos nunca olvidaran lo que vieron en ese caminar por el desierto. Me cuenta como él por lo menos acompañaba a su hermana, a su madre y que era un joven fuerte, pero que entre las muchas personas que como ellos caminaban sin parar, vio a una mujer sola caminar y caminar, con un niño pequeño colgado de su cuello, otro colgado de su espalda y una niña de unos 4 años cogida de su mano. Y cómo día a día avanzaban sin casi hablar, sin casi comer, sin apenas agua, sólo algunos tenían un poco de harina. Se lleva la mano a los ojos y moviendo la cabeza de un lado a otro me dice “estos ojos nunca olvidaran esa imagen de gran pena”.
Al preguntarle si la vio llegar, me dijo, que sí, que llegó “esa madre tan cargada, tan cansada, tan triste y esa niña que no se soltaba de su mano llorando y que ¡ya ni lloraba! llegaron”.
No supo más de ellas, porque a medida que llegaban a Rabouni les iban distribuyendo y él sólo estuvo allí 24 horas, dejó a su mamá, a su hermana, las cosas que llevaron consigo y se volvió andando por el mismo camino, hasta los alrededores de Smara, donde pasó a luchar para defender lo que les acababan de arrebatar. Sin embargo, comenta que allí se estaba mejor que en el campamento en el que dejó a su familia, porque al menos ellos tenían agua, que es el todo, y que también tenían la harina para hacer el pan en la arena y si la lucha se ponía fea, conocían donde esconderse, donde esperar su ocasión.
Mientras fija la vista en algún punto lejano, se le escapaba un murmullo con un “¡aquello fue muy duro!” y vuelve la mirada al agua que poco a poco va empapando esa tierra rojiza, que a pesar de tener un aspecto cuarteado y ser mala, sirve de sustento a la acacia, a la moringa, y a alguna que otra verdura recién plantada.
Y viéndolo así, sigo sentada a su lado, respetando su momento.
Rabouni, 12 de mayo de 2014.
María Elena del Cacho
Coordinadora del proyecto del laboratorio de producción de medicamentos esenciales de medicusmundi Catalunya en los campamentos saharauís de Tindouf.