El Coordinador de Relaciones Internacionales escribe desde Quito, ciudad en la que medicusmundi colabora desde hace más de cinco años con la Fundación Casa de Refugio Matilde en mantener operativo el único refugio para mujeres víctimas de violencia del sur de la ciudad.
Jorge Enrique Adoum
Tres historias, un continente, centenas de culturas, infinita violencia.
Luz María y su hijo Marcos llevan meses en la casa refugio. Me cuenta su historia mirándome a los ojos, no evita la mirada, las manos sobre la mesa. Su sonrisa es bella, acaba cada frase con “sí señor”. Insisto en que, por favor, no me llame señor. Me responde “sí señor, sin problema”. Habla con un dulce acento, su dicción es blanda con una cadencia atrayente que capta la atención. Al explicar su historia, tiene el don de la pausa africana. Le prometo que no desvelaremos detalles que la puedan poner en riesgo. Sonríe asintiendo. Cata, la incansable compañera de la Casa Matilde repite mis frases en un lenguaje mucho más próximo a ella. Su presencia es un alivio para Luz María y para mí.
Nació en una comunidad de la frontera entre Colombia y Ecuador. Allá se crió con su familia, madre y tres hermanos, padre ausente (yo he elegido esta forma más educada de decir “le valió”). Estudió la primaria y trabajó en la zona fronteriza. Buscando un futuro mejor se mudó a Argentina y allá, como a todos y todas le llegó la época de amar, y como nos pasó a muchos y muchas, pese a que en su caso se enamoró de un “compatriota”, la historia mostró que no tuvo la mejor de las punterías. De la mano de Juan, la violencia no tardó mucho en aparecer, agresiones, insultos, golpes y más golpes. Tras la violencia venía la reconciliación, las flores, las bonitas palabras, el no volverá a pasar. Cargando a su hijo en el vientre siguieron los golpes y buscó refugio en casa de una amiga. Tras el embarazo y pese a la violencia, decidió irse a vivir con su compañero. Le prometió que iba a cambiar, que iba a cuidar de ella y de Marcos. Pero Argentina no les dio las oportunidades que esperaban, y otra vez huyendo, decidieron regresar a Colombia, a su comunidad, a su tierra. El cambio de aires no apaciguó la violencia, al contrario, y en esa tierra húmeda y fértil siguieron los golpes.
El regreso a Colombia fue la vuelta al avispero. La supuesta paz colombiana abrió la oportunidad para que antiguos grupos armados se reciclaran, cambiaran sus iniciales, pero continuaran haciendo lo que hacían, reclutar a jóvenes para seguir controlando sus zonas de poder y continuar con la extorsión de la población. Juan no quería formar parte del movimiento armado, y una noche se escondió y huyó de ellos. Los grupos armados le amenazaron de muerte, a él, a Luz María, a Marcos, a la familia, a cualquier persona cercana. Nadie puede decir no a las armas, no se puede permitir ese ejemplo.
Con apenas algunas pertenencias cruzaron la frontera y llegaron a Quito. No tenían dinero. Una organización humanitaria les proporcionó lo mínimo para arrendar un cuarto en un barrio de Quito. Volvieron los golpes, está vez con más fuerza. Luz María temió por Marcos, eso fue lo que está vez le animó a dar el paso definitivo. Salió a media noche. Marcos caminaba descalzo, no pudieron ni tan si quiera recoger lo mínimo. Encontraron refugio en casa de una conocida, al día siguiente, alguien le habló de la Casa Refugio Matilde. Desde entonces vive escondida.
La historia de Luz María tiene infinitos rostros. Miles de colombianos y colombianas cruzan la frontera huyendo de un conflicto inagotable. La gran mayoría no pueden regresar. Sufren, como siempre, las más vulnerables. Luz María tendrá que iniciar una nueva vida en un país en el que la xenofobia aumenta a causa de una avalancha de personas de países vecinos. Violencia y más violencia.
Clara llega con su hija Elena que tiene apenas 4 años. Habla español alterando el orden de las frases “la comunidad de la que provengo yo, muy fuerte es”. Vivía en una comunidad indígena del Chimborazo a más de 4.000 mts de altura. Es la segunda vez que ingresa en la casa. Cuenta que vio a su hermana manteniendo una supuesta relación extra matrimonial con un hombre con el que trabajaba (paseaban juntos al acabar la jornada laboral). Eso la convierte en cómplice, y al igual que su hermana, deben sufrir el castigo que dicta la ley indígena. Pueden ser latigazos, baños de agua helada, ortigazos. Debían pagar por su culpa dicen sus familiares, encabezados por su madre. En esta ocasión, la violencia viene de la persona que la trajo al mundo. Huyó con su hija, la primera vez, luego se la arrebataron. Desde la casa refugio, con una orden judicial lograron que su hija regresara al albergue. Está amenazada, ella, su hermana y las trabajadoras de la Casa Refugio que lograron ir a por la niña.
Como ella, miles de mujeres sufren la violencia de familiares bajo el amparo de una supuesta tradición y sabiduría. Sé que hay mucho debate tras estas palabras, la cosmovisión, la antropología, pero viendo a esta mujer de apenas veinte años y su hija de cuatro huir de castigos físicos por ver una supuesta traición que cometió un familiar, no consigo entender que exista cierta humanidad en ese comportamiento. Violencia y más violencia.
En medio de las entrevistas, en un estado que mezcla la rabia, la sorpresa, la indignación y la vergüenza, recuerdo la película “El abrazo de la serpiente” y los siglos de guerra entre humanos en esta tierra, en esta nuestra América Latina. Veo las escamas de esta serpiente, como muda de piel, pero sigue siendo la misma devoradora. Hay historias de violencia personal, de agresión y dominación a la mujer, hay una historia de violencia colectiva. Hay conflictos políticos que sobrepasan las fronteras. En ese estado, confieso, me costó seguir con las entrevistas.
Como se podrán imaginar, no ha sido mi intención ahondar en las historias de Mari Luz o Clara. Es más, mañana tenemos una nueva entrevista con Jesselin que, como otras (casi un millón) de venezolanos y venezolanas están huyendo de una crisis humanitaria fuera de control (no quiero entrar en otros debates políticos y geoestratégicos), y al final me he aventado a escribir este cuaderno, sin su relato. Era la tercera historia. Yo la conoceré, ustedes no. Sin ánimo de no valorar su vivencia de violencia, ya nos hemos acercado lo suficiente al denominador común. Mujeres que sufren, las que más, consideradas propiedad y además, doblemente golpeadas por extremos conflictos sociales, políticos y una sociedad que habla de clases sociales pero que no quiere reconocer la lucha entre ellas.
En realidad, podría haber escrito tres cuadernos con los detalles de sus historias, pero al fin y al cabo, estos encuentros han sido momentos íntimos, sólo para ellas, para mí (mi blog de notas) y Cata que me acompañaba en las sesiones. Son historias de violencia, de deshumanización, pero desgraciadamente, cuántas hay así, cuántas ha habido y cuántas habrá.
Lo que quiero contar, como protagonista de esta historia (y sí, digo protagonista con la boca bien llena a riesgo de que me vuelvan a tildar de extranjero occidental) es que al final, tiene que ser un grupo de mujeres guerreras en un entorno que las quiere devorar (la inversión social en Ecuador cae significativamente en los últimos dos años), las que no tienen miedo y arman un refugio, la Fundación Casa Matilde ya hace casi treinta años, con tan solo un 30% de apoyo del estado (cuando les cae) y la cooperación de latitudes lejana . Ellas, Cata, Elizabeth, Charito, Carmita, Jeny, Andrés, Pamela y otras son las heroínas que ofertan este oasis para que cientos de mujeres cada año tengan al menos alguna oportunidad para sobrevivir y construir un nuevo proyecto de vida. ¿Dónde están los gobiernos? Pasan de refilón y llaman cuando hay posibilidad de hacerse la foto para inaugurar algo… ¿Dónde están las grandes agencias de la ayuda? A parte de excelentes diagnosticadores, poca cosa más… Y sobre todo, ¿dónde está el capital privado en este drama? No he visto a ningún filántropo, no he visto a ninguna Fundación bancaria…
Pero del Oasis, ¿no hay otra salida que la del caminar hacia el desierto? Después de oír estas vidas ¿están condenadas a regresar a la dependencia? En la casa refugio las acompañan, las atienden psicológicamente, las forman en algunos oficios. Algunas de ellas tendrán éxito, muchas regresaran con riesgo de morir a la única realidad que conocen, la de sus agresores, la de sus comunidades justicieras.
Le pregunto a Cata y Eli que será de Luz María y de Clara. Con mucha fuerza en los ojos me dicen que puede que logren abrirse camino solas, con sus hijos e hijas, en la selva de Quito, que conocen muchos casos de éxito. Yo no puedo quitarme de la cabeza lo que sentirán el día que dejen la casa.
Esta noche clara de Quito escribo desde la rabia, ya lo habrán notado. Sí, seguro que la soledad no ayuda, pero ni acompañado, después de escuchar a estas mujeres y el drama que va más allá de sus historias personales, hoy vería luz en la construcción de una nueva América Latina, una igualitaria, sin violencia, sin esas salvajes desigualdades que creo son el combustible de tanta violencia. Sé que las compañeras de la Casa Matilde entenderán mis palabras. Estamos juntas en esta lucha. Es la lucha de David contra Goliat. También sé que los que leerán estas líneas escritas desde la mitad del mundo hallarán algún sentido. De eso se trataban estos cuadernos, de contar desde la vivencia lo que veo. Nunca he querido hacer autobombo de nuestro trabajo. Siento decir que no es tan romántico como muchos y muchas se imaginan. Muchos días duele, muy adentro. Pero ser realista no es rendirse. Sentirse desbordado es humano.
Estos días leo y releo a Galeano, Las venas abiertas de América Latina. Han pasado casi cinco décadas desde su publicación y siento que no estamos cerca de suturar estas heridas. Galeano decía “La pobreza no está escrita en los astros; el subdesarrollo no es el fruto de un oscuro designio de Dios”. Yo me pregunto ¿La violencia está escrita en los astros? ¿Es un designio de Dios? Si somos los humanos los creadores, ¿no tendremos la capacidad de desterrarla de nuestro mundo?
Iván Zahínos Ruiz
Coordinador de Relaciones Internacionales
medicusmundi mediterrània