Ivan Zahínos, coordinador de relaciones internacionales de medicusmundi mediterrània, escribe sobre la guerra que azota la provincia de Cabo Delgado en Mozambique.
I follow to the edge of the earth
And fall off
Everybody leaves
If they get the chance
Weird Fishes – Radiohead
Barcelona, 17 de diciembre de 2020
A veces me pregunto si no seré demasiado joven para sentir nostalgia. Quizás la nostalgia se despierta cuando descubres que otro tiempo fue mejor. Puede que sea más aguda al constatar que, aquel pretérito superior, pasó por delante de tus narices sin la consciencia de la borrasca que se aproximaba.
Había vivido postguerras, algunas más maduras que otras. La de El Salvador y Angola, con algo más de un lustro de vida. La de Bosnia y Herzegovina, con apenas dos años. La de Kosovo, recién parida, contaba tan solo con unos días de historia. Pese a la diferencia de edad y las diferentes latitudes, en la postguerra siempre sentí que coexistían una mezcla de tristeza y euforia. Poco a poco, la sociedad va despertando del período patológico en el que ha vivido. Empieza de nuevo a regir un cierto orden social, unas normas, unos códigos, todo aquello que durante siglos se fue construyendo y que pone freno al salvajismo. Es más, por norma, los primeros años en países de postguerra, la violencia callejera, el vandalismo y el pillaje desciende. Quizás la gente esté harta de luchar, o quizás, la gran cantidad de armas que todavía se esconden en los hogares hace que aquellos que estén dispuestos a atracar y robar se lo piensen un poco más.
Nunca había vivido una pre-guerra. Ahora que escribo esta frase, soy consciente de la estupidez que encierra, pues todos estamos constantemente viviendo en la pre-guerra. Creo que lo que quería decir es: en mis años de existencia, nunca había hablado de un lugar en el que trabajé y viví durante muchos años desde el recuerdo de la paz, y la consciencia de que ésta, no volverá en mucho tiempo.
Centre de salut a Nicuita
Aldea en Cabo Delgado
Pisé por primera vez Cabo Delgado en el año 2008. La llegada a Pemba, su capital, y el posterior conocimiento de los distritos me fascinó. El África del Índico se mostraba en aquella región en su máximo esplendor. Una pequeña ciudad de referencia en la tercera bahía más grande del mundo, aguas azul turquesa, sabana infinita, comunidades en las que la forma de vida todavía se parece mucho a la que desarrollaron culturas milenarias, mezcla de etnias, varios idiomas, mezcla de religiones y mucha, mucha pobreza económica. Su lejanía de la capital convertía a Cabo Delgado en una región poco interesante para el desarrollo empresarial y la inversión extranjera. Apenas unas procesadoras de algodón y unas islas paradisíacas que, los planes de turismo nacional, dedicaron al turismo minoritario y de élite (varias familias de la realeza europea disfrutaron de estancias en los archipiélagos de ensueño que flotan frente a la costa continental).
Centre de salut a Nicuita
Cabo Delgado y distrito de actuación
Ese era nuestro empeño: un sistema de salud al alcance de la población. Un sueño, una utopía.
El recuerdo que ahora tengo de esa época es de región olvidada, belleza natural infinita y absoluta paz y tranquilidad. Algunas noches, en distritos del interior, algunos de ellos sin luz, salíamos a buscar alguna barraca para comer y paseábamos por decrépitas calles semi-asfaltadas o arenales rojizos. Nuestra presencia pasaba prácticamente desapercibida. Durante el día, recorríamos la provincia de centro de salud en centro de salud, trabajando mano a mano con sus profesionales, formándolos, diseñando nuevas construcciones, realizando formaciones en las comunidades para prevenir enfermedades contagiosas… Así trabajamos por más de veinte años. Ese era nuestro empeño, ni más ni menos que construir junto con los responsables locales, un sistema de salud al alcance de la población. Un sueño, una utopía. Con una extensión superior a la de muchos países europeos, población rural dispersa y a veces nómada, un período colonial que, entre otros maltratos, ignoró las zonas rurales, una guerra de independencia y una guerra civil que finalizó en el año 1992, no era un reto sencillo. Grandes profesionales lo dimos todo, mozambiqueños y extranjeros. Una vez, cuando vivía en Maputo, hice un recuento de todo lo que habíamos levantado en esos veinte años: más del cincuenta por ciento de la red de salud de la región centro y sur de la provincia había sido puesta en marcha gracias a nuestro compromiso y una inversión millonaria que costaba sudor y lágrimas conseguir.
Centre de salut a Nicuita
Centro de Salud en Nicuita, Cabo Delgado
Ahora, recurro a un pasaje de Gombrich de su fantástico libro “La Historia del Arte”, para intentar entender lo que nos estábamos perdiendo. Gombrich relata y nos acerca a la transformación que tuvo que darse en el espectador para poder entender uno de los estilos más fascinantes que nos ha brindado la creación artística:
“Tuvo que pasar algún tiempo para que el público aprendiera a ver un cuadro impresionista retrocediendo algunos metros y disfrutando del milagro de ver esas manchas embrolladas colocarse súbitamente en su sitio y adquirir vida ante nuestros ojos. Conseguir este milagro y transferir la verdadera experiencia visual del pintor al espectador fue el verdadero propósito de los impresionistas”.
Así, las personas que tuvieron la fortuna de visitar la primera exposición impresionista, todavía ancladas en estilos anteriores, hundieron sus morros en los lienzos, pudiendo tan solo observar un sinfín de pinceladas fortuitas, y tachando de dementes a sus creadores. No consiguieron ver más allá de sus narices. La distancia era el secreto.
Si como dice Tennesse Williams “El tiempo es la distancia más larga entre dos lugares” y, por lo tanto, el tiempo es distancia, ahora, en el año 2020, con la perspectiva de los años, veo el dramático cuadro en el que se ha convertido la provincia de Cabo Delgado. Todas aquellas manchas embrolladas con las que me he ido topando a lo largo de más de 14 años trabajando en la región norteña de Mozambique se han fundido en una composición macabra y dantesca.
Según reportan medios locales e internacionales, el primero de noviembre en Muidumbe, más de 50 personas fueron decapitadas en una ejecución pública llevada a cabo en el campo de fútbol del distrito. Un grupo insurgente avanza inexorablemente de norte a sur de la provincia, de este a oeste, dejando tras de sí aldeas arrasadas. Se habla ya de más de 2.000 muertos y más de 430.000 refugiados.
Mehmed[1] me habla sentado en una silla de plástico roja, en un “quintal” en el que conviven más de 40 personas. Está en Pemba, la capital de Cabo Delgado. Llegó a pie desde Mocímboa da Praia. Tardó una semana en llegar. Sin comida, avanzó junto a siete miembros de su familia, haciendo noche al raso. Los insurgentes alcanzaron su localidad el pasado veinticinco de agosto. Quemaron sus casas. Quemaron sus ropas y herramientas. Quemaron todo. Eran jóvenes, muchos de su localidad. Me dice que no vio a ningún extranjero. El terror nace de dentro. Un hermano suyo se unió al grupo. “Gostou deles” me dice cuando le pregunto si sabe el motivo. En el grupo hay comida, poder, sentimiento de pertenencia a algo. Fuera del grupo hay hambre, sumisión y un abandono centenario, más evidente que nunca en las últimas décadas en las que el estado y dirigentes poderosos se hacen con los recursos naturales de la región “a cara de perro”.
[1] Nombre ficticio
João Feijó[1] me explica que el gobierno mozambiqueño se ha empeñado, desde que iniciaron los ataques allá a finales del 2017 en hablar de fuerzas externas que tienen como objetivo desestabilizar la región. Sin duda, es incómodo reconocer que el malestar nace del pueblo. Hasta hace escasos meses no ha empezado a dejar caer que, quizá, las condiciones de desigualdad en Cabo Delgado son uno de los ingredientes básicos de esta guerra, quizás el más importante. Con la mayor reserva de gas de toda África, maderas, piedras preciosas, potencial petróleo por explotar, Cabo Delgado es una de las regiones más ricas en recursos de todo África. Su gentes, de las personas más pobres del mundo. Antes vivían aisladas, ahora ven desfilar por las pistas de arena centenas de camiones de última generación cargados de riquezas que pertenecieron a sus antepasados. La rabia crece.
[1] Coordinador del Observatorio del Medio Rural – Maputo – Mozambique
En la última década, la región olvidada pasó a ser el centro de interés para muchas empresas internacionales que, para poder operar en la región, debían aliarse con empresas locales, todas ellas, como es público, pertenecientes a la élite política y militar del país. No se han escatimado esfuerzos en expulsar de sus tierras a miles de personas para poder explotar madera, minerales preciosos, gas y otros recursos. Tampoco se han escatimado esfuerzos en reprimir con la fuerza a miles de mineros artesanales, en su gran mayoría jóvenes sin futuro, que encontraban en esta práctica minera, la única forma de subsistir. Compañías Mozambiqueñas como la Montepuez Ruby Mining, con un 75 % de inversión de la compañía Gemfields de UK han sido señaladas entre las más agresivas con la población local. Incluso acordaron pagar una indemnización millonaria a comunidades locales para evitar el avance en los tribunales de un juicio en Londres que los acusaba de acciones que atentaban contra los derechos humanos de las poblaciones locales. La rabia sigue creciendo.
Buscando oro. Cabo Delgado
El Wahabismo, una visión del islam que en ocasiones se ha asociado al conservadurismo y extremismo, va ganando adeptos.
Vivimos en un mundo globalizado, para lo bueno y para lo malo. Para la guerra, el mundo globalizado es el mejor escenario. El descontento de las comunidades locales por vivir en un eterno pozo de pobreza y exclusión se ha ido canalizando entre los más jóvenes en una expresión cada vez más radical de su forma religiosa de ver el mundo. Las conexiones no han tardado en llegar. Informes locales ponen encima de la mesa programas de becas saudís para formar a jóvenes de la región en Arabia. Cuando regresan, apartados de la forma tradicionalmente pacífica de entender el islam de las comunidades locales, estos jóvenes crean sus propias mezquitas y madrazas. El Wahabismo, una visión del islam que en ocasiones se ha asociado al conservadurismo y extremismo, hasta la fecha minoritaria en Cabo Delgado, va ganando adeptos.
Hace tres años se materializó el descontento con el primer levantamiento insurgente en el distrito costero de Mocímboa da Praia. Nunca se le dio la importancia que tenía ese hecho. A lo largo de este trienio las fuerzas insurgentes han ido ganando adeptos, se han declarado un grupo llamado Al-Shabbaab, que no tiene aparentes conexiones con el mismo que opera en la región del cuerno de África, pero sí hay informes que vinculan su creciente capacidad militar al Isis y Al-Queda. Algunos informantes locales, me confirma Joao Feijó desde Maputo, en los últimos meses empiezan a hablar de hombres blancos con largas barbas entre sus filas. Sus métodos de ataque se han ido haciendo cada vez más salvajes: decapitaciones, pueblos arrasados, política de tierra quemada.
Me llegan imágenes y reportes de centros de salud, en los que trabajábamos, ahora destruidos. Villas en las que habíamos vivido durante años, como Macomia, ahora aparecen desiertas, tomadas por los insurgentes y arrasadas. Pienso en lo difícil que es construir y lo sencillo que es destruir. Pienso en que ha llegado la más temida de las plagas, la guerra, y ahora ya no hay vuelta atrás.
La guerra es como un reptil que se oculta en el alma humana, y que cuando ve luz, nunca más vuelve a la oscuridad hasta devorarlo todo.
El gobierno de Mozambique se ha mostrado incapaz de detener militarmente a los insurgentes, que, entre otras ventajas, conocen el territorio como nadie. Tropas mal pagadas, mal equipadas, olvidadas por una élite militar que vive en la capital, a casi 3.000 km del norte. Reportes locales informan de huidas en masa de militares. La política del miedo que desarrollan los insurgentes es implacable. Las decapitaciones han despertado miedos latentes en las últimas décadas.
La guerra llama a la guerra. El poder de guerra es magnético, pues se basa en el poder del dinero, y una vez que se descubre que es un negocio, no hay quién la pare. El Gobierno de Mozambique no lo tiene fácil para conseguir movilizar a sus tropas, así como tampoco parece sencillo que podría lograr acuerdos internacionales para impulsar una intervención extranjera de apoyo. El envío de tropas de cualquier país debe pasar por el parlamento, y hoy en día, no hay muchos gobiernos que estén dispuestos a enviar a sus jóvenes a luchar en una región olvidada, con muchas tantas probabilidades de morir. La solución, en el mundo en el que vivimos, la ofrece el mercado: mercenarios.
Primero, el gobierno mozambiqueño logró la contratación de un temido grupo de mercenarios rusos, el grupo Wagner, famoso por su efectividad en el combate en Ucrania, Siria, Libia y otras latitudes. Según informan los medios, después de varios meses se batieron en retirada por desconocimiento del terreno, dificultades de colaboración con el ejército local y falta de medios. Lejos de valorar si los mercenarios pueden ser la mejor opción para frenar el fenómeno de la insurgencia, se abrió un nuevo concurso público para contratar a otra compañía. Investigadores locales resaltan las comisiones que, potencialmente, se mueven en este tipo de contratos. Sea como sea, el que un día fuera el enemigo del actual partido en el poder en Mozambique, se hace con los servicios para luchar con la insurgencia: la compañía sudafricana Dyck Advisory Group (DAG) liderada por Lional Dyck, antiguo líder militar al servicio del apartheid. El dinero no entiende de bandos, sin ideología, solo el capital determina en qué bando estás.
Todo esto se cocía mientras nosotros corríamos por la provincia de aquí para allá persiguiendo un sueño, y creyendo de corazón, que los tiempos de guerra en esa región ya eran cosa de los libros de historia. Pero no, cómo las gruesas pinceladas observadas de cerca, no veíamos el cuadro. Aquí estaban todos los trazos para un negocio, muchos de ellos trazos locales, y otros tantos trazos externos atraídos por un negocio llamado guerra. Al fin y al cabo, la guerra es como un reptil que se oculta en el alma humana, y que cuando ve luz, nunca más vuelve a la oscuridad hasta devorarlo todo.
Ahora todos dicen saber que esto estaba cantado. Organismos internacionales, agencias de cooperación, viejas glorias de la región. Pero lo cierto es que, antes del 2017, tan sólo algunas voces locales alertaban de lo que podía germinar, y fueron totalmente ignoradas por las élites locales e internacionales.
También ahora llegan las prisas por dar respuesta a la situación. Llegan frases como “si lleváis más de veinte años en la provincia, cómo no podéis hacer nada”. Los tiempos en que las ONGs eran supermanes parece que están de vuelta. Lo cierto es que la guerra manda callar a todos y todas. En estos meses, la frustración y la desazón son eternas en mí. Una vida humana debería ser demasiada corta para tener que recordar con añoranza tiempos de paz. Las historias de guerra deberían, como mucho, ser la narrativa de generaciones anteriores.
En este cuaderno la palabra guerra aparece en once ocasiones. Nunca pensé que iba a tener que usarla al escribir sobre Mozambique. Ahora sólo tengo la fuerza de estas líneas. Con ellas pido que se detenga esta barbarie.
Iván Zahínos
Coordinador de Relaciones Internacionales
medicusmundi mediterrània